Comentario
Viose la primera isla poblada. Lo que en ella pasó con sus naturales
El otro día, que se contaron diez de febrero, estando mirando de cada un tope un hombre, con el cuidado de siempre, a todas las partes del horizonte, tiró la almiranta una pieza, y al punto en los tres navíos se dijo: --¡Tierra por proa! Y como las otras islas todas salieron desiertas, entendióse que ésta sería lo mismo, y a esta causa se festejó con tibieza. Fuimos luego en su demanda, y a poco espacio fue visto entre unas palmas levantarse un alto y espeso humo. Los de la zabra dijeron luego a gritos: --¡Gente, gente por la playa! Una nueva tan alegre como gozosa e increíble para muchos, con ser tanto deseada, temiendo no fuese antojo, hasta que por cercanía vimos a lo claro ser hombres; y como si fueran ángeles, fue celebrada su vista.
Desta gloria cupo al capitán grande parte, que hasta allí vino diciento: --Muéstrenos Dios en este piélago a un hombre, que ciertos son millares de millares dellos. La gente estaba tan inquieta de puro contentamiento, que no había entenderse el marear de las velas para montar cierta baja. Surgió la zabra junto a la rebentazón de la playa, y las naos, que iban ambas a lo mismo, se hicieron luego a la mar por no ser para ellas puerto. Por buscarlo se echaron las barcas fuera, y no le hallaron, sondando hasta llegar a donde estaban los indios puestos en hilera con bastones y con lanzas en las manos. Los nuestros que así los vieron, entendiendo estar de guerra, se pusieron a mirarlos y a hablarles por señas; y ellos por señas decían fuesen a tierra.
Era el lugar arriscado, y poca la satisfacción que de sus personas había: a cuya causa nuestra gente estaba determinada de se volver a las naos por no se poner a tiro de romper la paz con ellos. Hacían las olas su oficio, y los indios, cuando venían las bravas, decían que desviasen las barcas por el peligro que tenían, y cuando había buen jacio decían que se llegasen. Pareciendo a los nuestros que estas muestras eran todas de bondad, se desnudaron y arrojaron dos al agua. Los indios, como los vieron en tierra, dejando luego las lanzas, todos juntos a un tiempo, bajando cabezas y brazos, los saludaron tres veces. Al parecer dábanles la bien venida y risueños fueron a recebir a los nuestros, en tiempo que a el uno de ellos atropelló una ola que ellos luego levantaron, y a ambos los abrazaron y besaron en los carrillos; que debe de ser modo de darse la paz, como se usa en Francia. Viendo, pues, los de las barcas, la lealtad que aquellos hombres mostraban con otros para ellos tan extraños, y no sabidos sus intentos, salieron otros dos a tierra. Era el uno muy blanco, y los indios como lo vieron, llegaron todos no parando de tentarle espaldas, pechos y brazos, mostrando desto cierto género de espanto, y esto mismo hicieron con los otros tres, y todos cuatro les dieron lo que llevaban, que los indios recibieron como por prendas de amor. El uno, que pareció ser el señor de los otros, dio a un nuestro una palma por señal de amistad, y también hizo más, cruzó los brazos haciendo grandes caricias y señales de que fuesen a su pueblo, que con el dedo mostraba, para darles de comer.
Con esto se despidieron los nuestros con tristeza de los indios, y ocho dellos fueron siguiendo las barcas, y por verlos dejaron luego de remar y los llamaron que entrasen; y visto que lo temieron, se vinieron con la zabra a donde estaban las naos ya que se ponía el sol. Luego el piloto mayor preguntó al capitán lo que había de hacer, y respondióle que tener a borlovento aquella noche, para que al día siguiente se volviese al mismo puerto o a otra parte, de nuevo a buscar puerto o surgidero y agua, por ser tan necesaria. El piloto mayor fue a explorar de la gavia y dijo della que via a sotavento una bahía muy mejor que la de Cádiz.
Toda la noche anduvimos a las vueltas de mar y tierra algo gustosos con la esperanza del puerto, y cuando amaneció nos hallamos tres leguas a sotavento del paraje a donde estaban los indios, y mirando segunda y tercera vez no fue vista tal bahía, sino sólo una angosta y larga restinga de piedras y que casi la cubre el agua. Estaba allí cierto paraje a donde había unas palmas, a cuya causa el capitán envió ambas las barcas bien despachadas de gente, armas y vasijas para que buscasen agua. Hallaron muy enojada la playa, que era lo más della peñas a donde la mar quebraba sus olas con mucha furia; mas no por verlas nuestra gente dejó de arrojarse al agua, que le daba a la cintura, cargados de arcabuces, barretas y azadones, y al postrero, que se decía Belmonte, trujo tan a mal traer, que si un alférez Rojo no le acude con el cuento del venablo, a que asido salió fuera, allí da fin su jornada. Y marchando con buena orden, entraron en el palmar a donde hallaron al pie de un árbol, armado de piedras acaneladas, uno o forma de altar enramado. Este lugar fue juzgado por entierro, o donde el demonio hablaba y engaña a aquellos miserables indios sin haber quien se lo impida. Los nuestros, por santificar el puesto al punto levantaron una cruz, y de rodillas dieron a Dios muchas gracias por haber sido los primeros que enarbolaron su estandarte Real en tierras no conocidas, gentiles sus moradores, y con dolor de sus daños dijeron desta manera: --¿Hasta cuándo, piadoso Señor, han de durar a estas gentes las tinieblas en que viven? Esto dicho con la reverencia debida, se despidieron de la cruz, y cavando buscaron el agua, que no hallaron siquiera para matar la sed presente, que suplió la de los cocos.
Ya venían a embarcarse, cuando apartado un poco vieron andar hacia ellos un bulto que pareció ser de hombre. Fueron a ver lo que era, y hallaron una vieja, al parecer de cien años, mujer alta y abultada, que tenía los cabellos delgados, sueltos y negros, con sólo cuatro o cinco canas, el color suyo tostado, arrugado el rostro y cuerpo, los dientes podridos y pocos, y tenía más otras faltas causadas de vida larga. Venía tejiendo de blandas palmas una tela; traía en una espuerta pulpos curados al sol y un cuchillo de una concha de nácar, y una madeja de hilo y compañía de un perro chico manchado, que luego se fue huyendo.
Con esta presa tan buena se vinieron a la nao para verla el capitán, que sumamente se alegró por ser criatura humana. Sentóla sobre una caja: hizo darle de una olla carne y sopas que sin escrúpulo comió, y más conserva; mas el bizcocho a secas nunca lo pudo moler, sino empapado en vino, que mostró saberle bien. Diósele en la mano un espejo que miraba al revés y al derecho, y cuando en él vio su rostro se alegró mucho, y todos de verla a ella su modo y su buena gracia; y se entendió que cuando moza no debía tenerla mala. Miraba a todos con cuidado, y de lo que más gusto mostró era de ver los muchachos. Miró las cabras como que había visto otras. Vio en un dedo un anillo de oro con una esmeralda. Pidiólo a su dueño, que le dijo por señas no le podía dar sin que se cortase el dedo. Mostró lástima desto. Diósele uno de alquimia que nada le agradó. Estándole dando cosas para vestir y llevar, vimos venir de hacia el pueblo cuatro piraguas a la vela por un lago que la isla tiene dentro, y surtas junto al palmar, el capitán hizo luego llevar a la tierra la vieja con ánimo de asegurar a los indios, que apenas la conocieron cuando vinieron a verla, y de tal modo la miraban como si hubieran hecho alguna muy larga ausencia. Llegarónse a los nuestros con confianza de amigos. Eran setenta y dos los indios y por señas les dijeron que fuesen, como luego todos fueron, a mirar la cruz; y lo mejor que se pudo les dieron a entender el precio suyo, y que se pusiesen delante della de rodillas. Al fin hicieron todos cuanto les dijeron.
Preguntóseles cuál dellos era el señor, y mostraron un indio robusto y alto y de muy proporcionados miembros, bueno el rostro y el color, al parecer de cincuenta años, que traía en la cabeza un mazo de plumas negras y hacia la parte del celebro unas madejas de unos dorados cabellos, cuyas puntas bajaban al medio de las espaldas, y según la estima dellos, debían de ser de su esposa. Traía más, colgada al cuello una gran patena de nácar. Era el modo grave, y a quien todos los otros tenían grande respeto. Fuele preguntado a éste si quería ir a la nao, y dando a entender que sí, fue llevado con los suyos a donde estaban las barcas, la una dellas zozobrada, que ayudaron a levantar. Embarcóse el señor, y en otra barca ciertos indios que, a poco espacio andado, parece que por temor se echaron todos a nado, y queriendo hacer lo mismo el otro indio principal, los nuestros lo detuvieron. Quiso valerse de sus fuerzas que eran muchas; quitar a un soldado un cuchillo: no pudo; hizo otras diligencias; mas nada le aprovecharon. Llegó la barca a la nao, y cuatro aferrados del, procurando subirlo arriba, mas fue trabajo en vano, pues ni moverlo podían. Estaba el indio tendido de largo a largo esgrimiendo con sus brazos nerviosos, y deste modo y de otros porfiaba por desasirse y echarse a nado; mas visto que no podía, puso un pie en el costado de la nao y apartó la barca un gran trecho. Viendo los nuestros lo mucho que a todos daba que hacer, le ataron un aparejo para izarlo a la nao, y como se vio ligado se embraveció de manera que espantaba con los ojos.
El capitán bajó a la barca y lo primero que hizo fue darle en la mano la palma que él mismo dio, como queda referido, y la cuerda que tanta pena le daba al punto se la quitó. Mostró estimar esto en mucho con el rostro y con las manos; mas no por ellos se tenía por seguro, pues con asombro miraba a cuantos en la barca estaban y luego a la nao, velas y árboles y a su tierra apuntándola con el dedo, dando en esto a entender si lo habían de volver a ella. Doliéndose el capitán de verlo tan mal contento, le vistió un calzón y camiseta tafetán amarillo; púsole en la cabeza un sombrero; al cuello una medalla de estaño; diole una vaina de cuchillo; abrazólo y halagólo y ordenó que luego fuese a la barca, y con esto se aquietó.
Habían quedado en tierra un sargento y ciertos hombres que divididos andaban cogiendo cocos: y para tres que estaban juntos se vinieron puestos en orden los indios con sus lanzas arrastrando, al parecer muy airados y con ánimo determinado, de por fuerza llevarlos a sus piraguas, como a la nao fue llevado su señor. Juntáronse de los nuestros ocho, y por no venir a las manos, procuraron asegurarlos con decir que ellos habían quedado por prendas de su capitán, que le mostraron ya venía en la barca. Con esto, y con que dos de los nuestros esgrimieron con espadas y broqueles y hicieron otras gentilezas, se entretuvieron los indios, hasta que el otro desembarcado lo extrañaron por vestido. Dióseles a conocer con hablar, y conocido, corriendo lo fueron a recibir. El uno de ellos era mozo muy dispuesto y muy hermoso. Entendióse ser su hijo porque éste sólo abrazó, y ambos juntos hicieron un modo de sentimiento que los otros ayudaron.
Acabada esta y otras extrañezas de recibirse y hablarse, con orden de soldados prácticos, llevando todos en medio a su señor, fueron marchando despacio hasta entrar en sus piraguas, y algunos de los nuestros que iban mirando y notando a todo esto, entraron también con ellos. Los indios que ya estaban contentos les dieron agua a beber y pescado que traían para comer. El principal, que su guirnalda, o lo que era, de plumas y cabellera en tierra había dejado, la dio en la mano al sargento para darla al capitán que lo soltó y vistió. Muestra al fin de hombre conocido y grato, aunque incógnito, y confusión de algunos de la compañía que recibieron muy mayores beneficios y daban males por retorno. Los indios se fueron luego, y los nuestros por darles gusto dispararon al aire sus arcabuces y se volvieron a las naos.
A esta isla se puso nombre la Conversión de San Pablo. Está en altura de diez y ocho grados; dista de Lima al parecer mil ciento y ochenta leguas: tiene cuarenta de boj, y en medio un grande lago de mar de poco fondo. La gente della es corpulenta y de muy buen talle y color; su cabello delgado y suelto, y traen cubiertas partes. Sus armas son unas gruesas y pesadas lanzas de palmas de treinta palmos de largo y bastones de lo mismo. El surgidero que tiene, a donde dio fondo la zabra, está a la parte de Levante en frente del referido palmar, debajo del cual está el pueblo a la orilla del lago.
Luego que la gente se embarcó, pareció al capitán sería acertado que aquella noche se pairase, para ir al otro día a donde estaban los indios. El piloto mayor dijo que por estar muy a barlovento y no gastarse el agua sería mejor navegar, como se navegó, con el viento Leste al Noroeste. El día siguiene se vió al Nordeste otra isla que se llamó la Decena. Procuróse y no se pudo ir a ella, ni a otras dos que más adelante se vieron. La primera se llamó la Sagitaria, la segunda la Fugitiva. Más adelante, en altura de catorce grados, se pidió el punto a los pilotos y hubo en esto mucho más y mucho menos.